El asesinato del arzobispo Luigi Padovese, presidente de la Conferencia Episcopal turca, abre una inquietante vía de preocupación, por sus incidencias colaterales en la comunidad cristiana heredera de la ortodoxia de Constantinopla.
Abordé el tema de la protección de la minorías cristianas directamente amenazadas al referirme a la muerte de Juan Pablo II (SUR, 27/10/2003). En aquel entonces afirmé que el diálogo intercultural e interreligioso con la civilización arabo-musulmana, por el que ese Papa tanto trabajó, había dado un sustancial paso atrás con la guerra de Irak. Tres años después me referí a unas precisiones de Benedicto XVI a su 'Discurso de Ratisbona', con las que el Papa integraba a su reflexión profesoral nuevos elementos en defensa del diálogo con el Islam, sin duda tras una relectura de 'hechos contemporáneos' que tienen como telón de fondo el acoso a las minoría cristianas. No dudé en considerar el texto original junto a las matizaciones posteriores propias de un intelectual capaz de 'corregir' su razonamiento con nuevas aportaciones de un análisis 'político' de la realidad, como un 'cuerpo' básico para el debate interreligioso e intercultural, en donde se pone de relieve, con controversia incluida, la incidencia de las religiones y de las creencias en la dinámica de las sociedades contemporáneas. En la Convención sobre la Protección y Promoción de la Diversidad de las Expresiones Culturales, adoptada por la Conferencia General de la UNESCO (20/10/2005) se hace mención explícita a 'las creencias' y, naturalmente, a sus 'expresiones'.
En otros momentos me manifesté en favor de la 'protección de las minorías' (religiosas, culturales, políticas). En el caso del Oriente Medio y Próximo, por no referirme que a una de las zonas geopolíticas en donde la libertad religiosa, la libertad de creencias, por no decir simplemente la libertad están en peligro de existencia, planteé la hipótesis con carácter de urgencia de que la ONU y el Consejo de Seguridad tomen carta en este asunto de graves consecuencias. En la última reunión de alto nivel, en Brasil, de la Alianza de Civilizaciones, en la que estaban también presentes el secretario general de la ONU y, por vez primera los Estados Unidos, representados por Esther Brimmer, alto cargo del Departamento de Estado, España plantea abiertamente la necesidad de 'proteger la libertad religiosa' amenazada en varios, por no decir numerosos, países del mundo, en particular en áreas en donde el Islam es religión de Estado. Esta iniciativa me parece muy acertada pero su aplicación y su traducción en programas concretos de acción es inequívocamente urgente y prioritaria. Los atentados contra la libertad religiosa se están cobrando numerosas vidas y provocando emigraciones que transforman profundamente la 'demografía religiosa', cual es el caso de Irak, Líbano, Palestina, algunos países del Magreb, y de Turquía con el asesinato del arzobispo Padovese al que precedió la muerte por violencia de otro representante de la Iglesia católica, concretándome a un espacio sociocultural específico. Este asunto conlleva claras connotaciones políticas, diplomáticas y, sin la menor duda, de reciprocidad. ¿Se puede, en nombre de la soberanía nacional, acosar, cercenar, limitar o simplemente prohibir la libertad religiosa, la libertad de creencia que, 'de facto' y 'de iure', forman parte de la libertad de expresión? Creo que la actual 'diplomacia preventiva' no solamente debe tener como objetivo la prevención de conflictos sino que, precisamente para alcanzar tal objetivo, ha de actuar a través de la prevención de todo tipo de intolerancias aquí y allí y, por ende, no dejar en el olvido la protección de las personas que optan por una creencia, por una religión y por la práctica y expresiones públicas de tales opciones, con las limitaciones impuestas por la Declaración Universal de los Derechos Humanos y con el rechazo de toda tradición que genere barbarie y atente contra la dignidad humana. Esa concepción de la libertad de expresión, como la libertad misma, no debe tener fronteras porque es transfronteriza, universal.
Existen, en nuestros días, muchas 'minorías' que están en peligro de muerte o que sólo tienen como alternativa el silencio impuesto por los fanatismos religiosos, por el terrorismo 'intelectual' o por una inquietante posmodernidad que considera la laicidad como imposible denominador común. Por su parte, Europa, se sigue inspirando por agotamiento en las declaraciones de principios de la Revolución Francesa como única fuente del talante liberal conseguido a golpes de guillotina (mi amigo el gran historiador Max Gallo, que incluso llegó a asumir estereotipos de Estado, está escribiendo bellísimas páginas que facilitan una visión renovada del 1789 francés). El siglo XXI es portador de la hipótesis de una nueva revolución, la de la libertad depurando algunas connotaciones decimonónicas, muchas de ellas ya obsoletas pero que siguen sustentando a políticas nacionales culturalmente bloqueadas o a parlamentos supranacionales que no logran salir del atolladero a la hora de definir los pilares ideológicos y culturales de los cimientos, como es el caso de la Europa desunida (no podía ser de otra manera) y que se erigen en gestores de las incertidumbres de nuestros fundamentos diversos.
Cierto es que hay urgencia de 'proteger' a las minorías religiosas, como acaba de afirmarse en Brasil durante la reunión de alto nivel de la Alianza de Civilizaciones. Pero no solamente hay que mirar más allá de nuestras fronteras europeas. También, máxime en los complejos y dolorosos momentos por los que atraviesan las sociedades occidentales a causa de la gravedad de las consecuencias de la crisis financiera y económica, hay que 'proteger' igualmente, y con la misma tenacidad, la diversidad de las 'mayorías' en una asignatura siempre presente: la protección y el respeto de la libertad que es indivisible, incluida la diversidad de sus expresiones privadas y públicas y sus legítimas tradiciones que bien podrían ser asumidas por una laicidad garante de la libertad en su diversidad. El mundo de las creencias, de las religiones, del agnosticismo, como la vida misma en su dimensión individual y social, es la fuente nutricia, que nunca cesa, de la libertad.